Un canto de un hijo a un padre presente constantemente pese a su ausencia.
Siento un enorme respeto y gran admiración al acercarme a Oceanía, la obra póstuma de mi maestro, amigo y hermano Gerardo Vera. Durante muchas semanas, le escuché interpretar esta historia, su historia, pero también la de un país y una generación entera.
Muchos sábados durante casi tres meses, me acercaba a su casa, me sentaba junto a él en su despacho, y me leía frenético, salvaje y contradictorio la historia de su vida, de sus viajes, de su amor al cine, de su lucha constante con el teatro, del descubrimiento abrupto de su sexualidad, de su familia, de sus hermanas, de sus tías, de los hombres que le han marcado, de su madre… y lo hacía sin tapujos, vibrando en cada personaje, en cada instante, en cada momento. Pero sobre todo, contaba la historia de su padre. Porque Oceanía es un canto de un hijo a un padre presente constantemente pese a su ausencia.
Oceanía es un refugio lejano, inexistente, como un Xanadú al que escapar cuando la realidad es de un gris que provoca un inmenso dolor. Y en el centro de cualquier historia, la nuestra, está la valentía de un artista enfrentado a sus miedos, a sus temores y a toda su vida.