La singular belleza del entorno, realzada por la pálida luz de la luna que recorta las siluetas de los edificios y del mismo cortejo sobre ellos, unida a la melodía decadente y sugestiva de los cantos, nos sumerge y transporta a siglos pasados. Por eso nos sorprendería que, de pronto, volvieran a aparecer los cofrades de la Vera Cruz con sus hábitos blancos y sus disciplinas o los franciscanos del convento de Campolapuente entonando el Miserere en aquel viejo latín ya casi olvidado…
Impresionado se queda, quien asiste por primera vez a esta representación sacra que, año tras año, tiene lugar en este rincón de La Rioja.