Carmen, la obra de Mérimée, no fue extraída del desván de los olvidos cuando Bizet decide convertirla en soporte de la nueva ópera que, en 1872, le ha encargado la dirección del teatro de la Opéra-Comique. Tras la primera publicación en 1845, se suceden las reimpresiones anteriores al estreno de la ópera.
La obra encargada tenía un destino claro y manifiesto: un local determinado por ya su propio nombre, L’Opéra-Comique, y por toda una tradición, que traía consigo un tipo de público, entre cuyos gustos no figuraba – según sus propios directores- el tolerar que se mostrase una muerte, un crimen, desde el escenario. Bizet no era tampoco un autor primerizo en este género, sabía a qué atenerse, y con qué estilo de cosas debía responder.
Sorprende por ello la elección por parte de Bizet de una obra como la novela de Mérimée, tan repleta de escenas de “mala vida” y de crímenes pasionales. Sorpresa que también se extiende al hecho de recurrir como libretistas a Ludovic Halévy y Henri Meilhac, especializados exclusivamente en el teatro llamado de “boulevard” por su tono desenfadado y alegre.
Pero surgió algo que, aunque pertenece al ámbito misterioso de la creación artística, Bizet al querer darle vida musical a Carmen, adquiere una fuerza, una potencia, en la imaginación del compositor, que ya no le resulta posible reducirla, a los estrictos límites de una opéra-comique. El personaje se le rebela, se desborda de su estatuto inicial. Aparece en el personaje sus preferencia por un tipo de mujer que encuentra en Carmen su m